4 may 2013

De más cuentitos nuevos que no lo son.



Hola, pues yo acá de nuevo viniendo a compartirles un cuento para un concurso que no ganó. Éste fue para uno en facebook, de la Editorial Dunken, si no me equivoco, de Argentina.

Está cursi y ñoño y triste, pero cuando te sientes así, no hay mucho que puedas hacer, así que se los dejo, esperando que lo lean, les guste, lo comenten y me digan si chillaron o vomitaron.

Lucía y las flores.

Todos los días, era la primera en recibir los rayos del sol entrando por la ventana de la cocina. La luz le despertaba y, levemente, sin que nadie lo notara, se estiraba. La luz le recordaba que seguía viva y que todo estaría bien.
Había pasado de mano en mano los últimos meses y se sentía a gusto de tener por fin un lugar al cual llamar hogar. La familia desayunaba junta, todas las mañanas y la pequeña Lucía era la encargada de alimentarla a ella. Lucía, con sus rizos negros y sus ojos grandes, pequeños comparados con aquella sonrisa a la que le faltaban un par de dientes de enfrente. Corría desde las escaleras hacia la cocina y con mucho cuidado vaciaba poco a poco el agua. Lo hacía siempre sonriendo, siempre jugando. Ella la había escogido.
Una mañana de sábado habían ido al mercado y ahí, en el puesto de plantas, una pequeña maceta solitaria con flores de color rosa intenso se mostraba tímidamente. Como no queriendo ser notada. Con miedo a que nadie la quisiera. Porque pasaba desapercibida entre las rosas, tulipanes y alcatraces, no eran grandes ni frondosas como las dalias ni ordinariamente conocidas como las margaritas. Ni ella misma sabía el nombre que la gente le daba, ni le interesaba. En el puesto la regaban y pasaba un rato al sol, con eso le bastaba, no quería ir a morir trágicamente a ninguna casa. Aunque ahí, entre todas esas flores y plantas más grandes y bonitas que ella, se sentía invisible, casi inexistente.
De pronto, una niña con cabello recogido y una paleta de hielo, se acercó corriendo a ella. El color le había llamado la atención. La miró muy de cerca y unas gotas de su paleta derritiéndose cayeron en la tierra de la pequeña maceta. Le gustó esa sensación. Era refrescante y dulce y la niña sonreía y le gritaba a su mamá para que mirara la hermosura de esa pequeña planta con escasas cuatro flores, pequeñitas. 
La mamá ignoró a la niña mientras buscaba rosas para el jardín, pero la niña tomó la pequeña maceta con sus dos manos, sin importarle desperdiciar su paleta y corrió hacia su madre. “Ésta es para mí”, dijo sonriendo mientras la mujer le sonreía de vuelta.
El hombre del puesto de plantas se acercó a la pequeña: “Debes regarla todos los días y ponerla junto a la ventana, para que pueda darle el sol. Además, siempre debes hacerlo así, sonriendo, para que la planta sea tan feliz como tú.”
La pequeña Lucía cuidó de la planta hasta el día del accidente. Apenas tenía 12 años. Cuando ella murió, la planta quedó relegada al jardín, pues a su madre le resultaba demasiado doloroso verla ahí, junto a la ventana, todos los días, sin la pequeña sonriendo y regándola, quitándole las hojas que se iban secando. Pocos meses después, la planta también murió, la última flor rosa, del color favorito de Lucía, fue llevada por el viento hasta el rosal, el que habían comprado el mismo día que a ella. Igual que Lucía ahora la planta era parte de la tierra.

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