30 may 2013

De piojos y la infancia.

Mis niveles de creatividad estos días han sido básicamente nulos. Cero. Nada. Paparruchas. Éste cuento salió por culpa de una columna que leí sobre la epidemia de piojos en una escuela.

Basado en hechos reales, qué horror. Dicen que casi a todos los niños se les pegan los piojos al menos una vez, no sé qué tan cierto sea eso.




Paloma tenía nueve años y eran vacaciones, en pocas palabras, la felicidad. Era verano y mamá la había llevado a visitar a los abuelos durante la mitad de las vacaciones, que se resumía en un mes en el pueblo, con lluvia, lodo, flores, y la tía pequeña, que tenía un año menos que ella.

Paloma jugaba con todos los niños que conocía, vecinos, primos, vecinos que eran primos, pero nunca vio a ninguno de ellos rascarse la cabeza como la tía pequeña lo hacía. Un fin de semana, la tía Ana llegó de visita y vio a su hermanita rasque y rasque. Tomó dos sillas, una normal y una pequeña y pequeño peine de cerdas cerradas, sentó a la tía pequeña frente a ella, a mitad del patio, en pleno sol, y empezó a peinarla. 

A Paloma le llamó la atención y se acercó a ver qué pasaba, de pronto, vio que la tía Ana pasaba el peine, lo sacaba, se detenía, jalaba algo de entre las cerdas, lo ponía entre sus uñas y un pequeño "pop" sonaba. Paloma miró muy de cerca a algo que se movía en el peine y la tía Ana estaba a punto de reventar. Un pequeño bicho negro se retorcía torpemente. 

La tía pequeña empezó a llorar, que le jalaba mucho el pelo y la dejaran en paz, la tía Ana le dijo que si no le quitaba los piojos y liendres que tenía en ese momento, luego iba a tener más, y la iban a tener que rapar. La tía pequeña lloró más, pero se quedó sentada en su sillita. Paloma sólo las miraba con cierto terror. 

A Paloma empezó a picarle la cabeza, no sabía si por calor o si era la sensación que se le había quedado de ver esos bichos que salían del cabello de la tía pequeña, se fue a acostar e intentó no pensar más en eso. La mañana siguiente, mientras despertaba, algo llamó la atención en su almohada. En la funda blanca, algo se movía. Intentó enfocar la vista para saber qué era, pues podía igual ser una pulga de los gatos o un mosquito que había aplastado mientras se movía en la noche. 

Pero no, ese pequeño ser negro se movía muy despacio y Paloma lo reconoció del día anterior, era un piojo. Uno que podía venir de la cabeza de la tía pequeña y había terminado en la almohada, o, peor aún, podía venir de su propia cabeza. Paloma se asustó. Corrió con la tía Ana a que la revisara, pero la tía Ana estaba muy ocupada haciendo tortillas y nadie más le puso mucha atención porque como era niña de ciudad, todo le daba comezón.

No fue sino hasta que Paloma regresó a casa, con mamá, que la revisaron. Casi le da un infarto a su mamá. Corrió a la farmacia y compró cuatro frascos de champú antipiojos y liendres y un peine de cerdas cerradas. Después de una semana, problema resuelto, justo a tiempo para volver a la escuela, sólo para que su mejor amiga, Fátima, pasara por lo mismo dos semanas después, gracias a sus primos y su hermano. Lo bueno es que había champú por si las dudas.

La comezón se acabó, no volvió a pasar, pero Paloma seguía sintiendo cierto pánico cuando uno de sus compañeros se rascaba la cabeza por mucho rato o una mamá llamaba, más por grosería que por que fuera cierto, piojoso a un niño a la salida.

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